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Balas, Acoso y Cortinas de Humo: La Jerarquía de la Indignación

Editorial | El Radar Noticias

El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, no es una estadística más. Es el retrato de un Estado fallido en su deber más elemental: proteger a quienes, desde la primera línea, intentan gobernar. Manzo fue acribillado en un evento público, en el corazón de su ciudad, un final trágico que él mismo pareció vaticinar.

No fue un ataque impredecible. Carlos Manzo, un político independiente que había desafiado al crimen organizado y que mantenía una postura crítica, llevaba tiempo alzando la voz. Está documentado que había solicitado apoyo federal para enfrentar la escalada de violencia. Apenas un día antes de su ejecución, suplicó por armamento de alto calibre para que su policía pudiera, al menos, igualar la capacidad de fuego de los cárteles.

Su muerte no es un hecho aislado; es el fracaso de una estrategia y la prueba de que las advertencias de los funcionarios locales son desoídas en el palacio nacional.

Sin embargo, la respuesta del más alto nivel del gobierno federal ha sido, por decir lo menos, decepcionante. Ante el clamor y la indignación que un magnicidio de esta naturaleza provoca, la reacción de la presidenta Claudia Sheinbaum y su círculo cercano sigue un guion predecible: minimizar la crisis de seguridad como un intento de «campaña de desprestigio» contra su administración.

En lugar de una autocrítica profunda sobre por qué un alcalde con 14 elementos de la Guardia Nacional asignados puede ser ejecutado con «precisión milimétrica», se prefiere desviar la atención. La crítica legítima a la incapacidad del Estado para proteger a sus funcionarios es interpretada no como un síntoma de la realidad, sino como un ataque político orquestado.

La verdadera ofensa a la inteligencia pública llegó apenas unos días después.
El martes 4 de noviembre, durante un inusual recorrido a pie por el Centro Histórico —una actividad que, en sí misma, ocurre en medio de la crisis por la violencia en Michoacán—, la presidenta fue víctima de un acto reprobable: un hombre, en aparente estado de ebriedad, la acosó, intentando besarla y tocándola.

Cualquier tipo de acoso es inaceptable y debe ser condenado. Pero lo que revela las prioridades distorsionadas del gobierno es la reacción desproporcionada que siguió.

El asesinato de un alcalde en funciones, el décimo del sexenio, que había rogado por ayuda, mereció comunicados formales y una reunión con la viuda. El acoso, en cambio, movilizó al aparato completo del Estado: se convirtió en el tema central de la conferencia presidencial, se anunció una «campaña nacional contra el acoso» y una revisión de la legislación penal en todos los estados. El partido oficial emitió condenas enérgicas exigiendo «sanciones ejemplares».

La jerarquía de la indignación es clara. La vida de un alcalde en una zona de guerra vale menos, mediáticamente, que la seguridad personal de la presidenta en la burbuja de la capital.

El gobierno ha encontrado en este lamentable incidente la «cortina de humo» perfecta. Han logrado cambiar la conversación nacional. Ya no hablamos de las balas que mataron a Manzo, de las ametralladoras que nunca llegaron, o de la fallida estrategia de seguridad. Hoy, la agenda nacional se ocupa de un borracho en el centro, mientras Uruapan entierra a su alcalde.

Las prioridades están invertidas. Se protege la imagen presidencial con más fervor que la vida de un funcionario en territorio comanche.